Bajo el signo de Pan

por Montse Rovira,
Proyecto Naschy

Empecemos con una cita: “Estoy seguro de que esta epidemia va a producir algunos cambios. Se ha producido mucho miedo. Tenemos que aprender a vivir de nuevo en esta sociedad con un riesgo que no va a ser el mismo que antes. Estoy seguro de que no todo el mundo va a sentirse cómodo con la situación, van a surgir fobias”. Con estas palabras recogidas por La Vanguardia del día 10 de mayo de este 2020, Fernando Simón, director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias del Ministerio de Sanidad, daba cuenta de que la crisis del coronavirus no solo tendrá consecuencias económicas y sociales que nos afectarán como colectivo, sino también secuelas psicológicas que nos afligirán a título individual. El sometimiento al miedo al contagio durante meses dejará tras su paso un remanente de angustia entendida freudianamente.

Filippo Lauri - A Bacchanal, with offerings strewn around a statue of Pan

¿Qué es la angustia según Freud? El vienés la entiende como un cierto estado de expectativa frente al peligro y preparación para él, aunque se trate de un peligro desconocido (inconsciente) del que no sabemos cuándo se materializará. Mientras el miedo es el temor ante una amenaza presente que podría cumplirse y el terror el sentimiento que nos embarga cuando ya se ha cumplido un mal que nos ha tomado por sorpresa, la angustia es indefinida y no puntual, la no concreción del objeto amenazante la hace perdurable en el tiempo, porque desconocemos qué nos va a hacer sus víctimas y cuándo se va a hacer presente. La forma más aguda de la angustia es el trastorno de pánico, el cual se presenta como un cuadro de dificultad para respirar, taquicardia, mareos y hormigueo en las manos. Detengámonos un momento en el pánico y sus significados.

El diccionario define el pánico como “miedo muy intenso y manifiesto, especialmente el que sobrecoge repentinamente a un colectivo en situación de peligro”. La etimología lo identifica como un préstamo, tomado en el siglo XVII, del griego panikón, o “terror causado por el dios Pan” que, en principio, significaba el temor masivo que sufrían manadas y rebaños ante el tronar y la caída de rayos (dado que Pan era el semidiós de los pastores). Según la mitología, el dios Pan usó de una estratagema tan ruidosa para vencer a los enemigos de Ossiris (a quien él protegía), que aquellos huyeron aterrados. Desde entonces, alegan los autores antiguos, se llama así, pánico, al terror excesivo e infundado. La memoria del mito, pues, está detrás de nuestra idea de las fobias, ya que las entendemos como temores angustiosos e incontrolables ante ciertos actos, ideas, objetos o situaciones, temores que se saben absurdos y se aproximan a la obsesión.

Si seguimos jugando con las imágenes, las palabras, y las metáforas, podríamos decir que, psicológicamente, el SARS-CoV-2 nos arrojará en brazos de la influencia de una deidad menor, mitad hombre, mitad cabra, irascible y silvestre (forma amable de denominar lo salvaje), que nos atemorizará sin más fundamento que su irracionalidad. Demonio del mediodía, celoso de sus siestas, recibió su nombre de mano de los dioses olímpicos quienes, pese a su fealdad, no tardaron mucho en simpatizar con él cuando les fue obsequiado por su progenitor, Hermes. Por ser la diversión de todos, le llamaron Pan, sustantivando un adverbio que significa “entera y completamente”, esto es, “todo”. Del ‘pan’ adverbio, derivan en nuestra lengua múltiples voces, desde ‘panteón’ a ‘pánfilo’ pasando, por supuesto, por una que llevamos grabada a fuego: ‘pandemia’. Del griego ‘pan’ más ‘demos’ (pueblo en griego), la palabrita de marras fue neologismo en el Siglo XVIII, acuñado por los médicos para nombrar a aquellas enfermedades que afectaban a casi la totalidad de individuos de una localidad o región, o que se extendían a muchos países. Como aquella peste bubónica, conocida como la Gran peste de Londres, que obligó a Newton a confinarse en Woolsthorpe, en el condado de Lincolnshire —a 100 kilómetros de Cambridge y a 170 de Londres— donde la célebre manzana le llevó a enunciar la Ley de gravitación universal.

Una pandemia fructífera, aquella, vista a casi cuatrocientos años de distancia. Tal vez dentro de cuatro siglos celebren descubrimientos acontecidos en esta que nos ha tocado vivir, pero ahora, desde la inmediatez de estar sumidos en ella, apenas podemos nombrar la eclosión de centenares y centenares de bulos difundidos como regueros de pólvora por las redes sociales. Métodos falsos para prevenir el contagio, cifras inexactas o vídeos e imágenes que no tienen nada que ver con el coronavirus... Nunca tuvimos tantos medios a nuestro alcance para alumbrar conocimiento, ni nunca hubo existido una desinformación tal. Ahogados en un mar de crispación política, vivimos anegados de ruido y confusión como si fuéramos habitantes de un auténtico pandemonio. Pandemonio, otro cultismo que también deriva del ‘pan’ griego y que debemos a Milton, el autor del Paraíso perdido.

La obra de Milton tenía por objetivo responder a la pregunta de por qué un Dios, bueno y todopoderoso, decide permitir el mal y el sufrimiento cuando le sería fácil evitarlos. Una alabanza a la magnanimidad divina, que permite el mal para no negarnos la libertad. Sin embargo, el personaje que más ha influido a toda la tradición posterior es el de Satán. Al Satán miltoniano, príncipe del pandemónium donde habitan todos los diablos tras su caída, lo hemos leído como ideal de héroe sacrílego que desafía los límites para extender las posibilidades de comprender el absoluto. Una guía para aquellos que, metafóricamente, quieren asaltar los cielos para alumbrar un orden humano más ecuánime. Antes de que se lo propusiera el podemita Pablo Iglesias, doscientos años antes, en verdad, ya lo ensayaron los jóvenes románticos de la segunda generación británica. Son los llamados "poetas satánicos" y se caracterizan por su rebeldía contra cualquier norma social, moral o política.

Disconformes con la sociedad inglesa y buscando una mayor libertad, Lord Byron, Percy B, Shelley y John Keats, escapan de su patria y mueren siendo muy jóvenes. Junto a ellos una mujer, Mary Shelley, escribirá sobre los delirios de la ciencia sin conciencia y las consecuencias del romanticismo, con su idealismo político excesivo. Hablamos de la autora de Frankenstein, el moderno Prometeo encadenado, pero queremos hacer referencia a una obra menos conocida, El último hombre (1826), una novela futurista que la autora situó en 2070, cuando una misteriosa pandemia arrasa países enteros, poniendo en peligro la supervivencia de la humanidad. Novela cuya acción casi parece, en nuestro hoy particular, una premonición que incluye al virus de la desinformación y el desasosiego que ello produce. En palabras de la autora: “¿Quién, tras un grave desastre, no ha vuelto la vista atrás con asombro ante la inconcebible torpeza de comprensión que le impidió percibir las numerosas hebras con que el destino teje su red, hasta que se ve atrapado en ella?". La pandemia novelada, como ocurre con la nuestra vivida, tiene como ayudante al pánico, que bloquea la capacidad de respuesta y acaba de rematar la inevitabilidad del fin.

Mary Shelley nos ha permitido cerrar el círculo. Del pánico como secuela, al pánico como secuaz, que comparten étimo (la raíz del verbo latino sequi, que significa seguir) y efecto. La impresión hecha en el ánimo por este sindiós (o pandemonio) de pandemia, tardará en abandonarnos, pero, más allá de las fobias, habremos de reconstruirnos porque, al fin y al cabo, como dice nuestra romántica en su distopía: “La limpieza y la sobriedad, incluso el buen humor y la benevolencia son nuestras mejores medicinas”. Casi todas las pandemias en la ficción vienen a demostrar que la humanidad, en su sentido esencial, resiste.